Distopía terrenal
por Rodrigo Alonso
En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin desarrolla un método de lectura analítica basado en lo que denomina constelaciones dialécticas: relaciones entre fragmentos del pasado que colisionan en el presente. En este contexto, la ruina aparece como una imagen reflexiva que no debe caracterizarse como nostalgia, sino como un dispositivo crítico. Benjamin entiende a la ruina como el testimonio de la interrupción del curso histórico, como una partícula temporal que ha sido dañada, suspendida, desgarrada, y que revela el carácter discontinuo y no progresivo de la historia.
El trabajo de Manuel Aja Espil parte de estas premisas para imaginar (poner en imágenes) una mirada particular sobre el presente. En ella coexisten elementos temporales desencajados, al interior de una atmósfera que bien podría calificarse de atemporal. Como en la pintura romántica, el paisaje es el instrumento que permite al artista materializar una perspectiva frente a la existencia y el mundo. Es en esta perspectiva (no en el paisaje) donde se esgrimen los términos principales de su potencia significativa.
Para llevar adelante esta tarea, Aja Espil recurre a geografías dislocadas, en las cuales pueden convivir montañas nevadas, bosques inciertos y palmeras tropicales. En estos territorios artificiales, que no hacen otra cosa que nombrar la artificialidad de todo paisaje (en la medida en que el paisaje no existe sino en la mirada que recorta una porción de la continuidad del mundo), se encuentran ruinas mercantiles, industriales y tecnológicas, piezas vinculadas alguna vez con el poder, el futuro y el progreso, exhibidas ahora como representantes de utopías olvidadas y fracasos. En la mayoría de las pinturas aparecen aviones, satélites y hasta un Challenger caídos, como si una fuerza poderosa los no los hubiera dejado alejarse del planeta, escapar de sus problemas. Esta condena terrenal se derrama como un comentario ácido sobre las fugas digitales contemporáneas.
“Lo único que se puede asegurar de la tecnología es que será obsoleta”, decía Nam June Paik. Pero aquí no se trata únicamente de una obsolescencia material, sino más bien, y sobre todo, de la decadencia de una visión de mundo – de una cosmotécnica, en términos de Yuk Hui. Los paisajes solitarios de Aja Espil son profundamente humanos, no sólo por la recurrencia de los residuos técnicos, sino, sobre todo, porque sus escenas alegóricas estimulan una lectura ética, suponen la interacción crítica con un observador que habite sus interrogaciones latentes.
En los últimos años, el filósofo Jens Andermann acuñó la noción de postpaisaje para referirse al resurgimiento de las imágenes paisajistas en el arte actual, y sugerir que ya no se puede representar a la naturaleza como una entidad bella o armoniosa, sino que habría que plasmarla como un campo de conflictos. Paradójicamente, Manuel Aja Espil presenta una naturaleza que es, al mismo tiempo, bella y conflictiva, armoniosa e incongruente. En sus paisajes fantásticos poblados por las ruinas inobjetables de nuestra civilización, en medio de brumas seductoras y vegetaciones envolventes, sobrevuelan algunos de los trances más acuciantes de nuestro tiempo.
El trabajo de Manuel Aja Espil parte de estas premisas para imaginar (poner en imágenes) una mirada particular sobre el presente. En ella coexisten elementos temporales desencajados, al interior de una atmósfera que bien podría calificarse de atemporal. Como en la pintura romántica, el paisaje es el instrumento que permite al artista materializar una perspectiva frente a la existencia y el mundo. Es en esta perspectiva (no en el paisaje) donde se esgrimen los términos principales de su potencia significativa.
Para llevar adelante esta tarea, Aja Espil recurre a geografías dislocadas, en las cuales pueden convivir montañas nevadas, bosques inciertos y palmeras tropicales. En estos territorios artificiales, que no hacen otra cosa que nombrar la artificialidad de todo paisaje (en la medida en que el paisaje no existe sino en la mirada que recorta una porción de la continuidad del mundo), se encuentran ruinas mercantiles, industriales y tecnológicas, piezas vinculadas alguna vez con el poder, el futuro y el progreso, exhibidas ahora como representantes de utopías olvidadas y fracasos. En la mayoría de las pinturas aparecen aviones, satélites y hasta un Challenger caídos, como si una fuerza poderosa los no los hubiera dejado alejarse del planeta, escapar de sus problemas. Esta condena terrenal se derrama como un comentario ácido sobre las fugas digitales contemporáneas.
“Lo único que se puede asegurar de la tecnología es que será obsoleta”, decía Nam June Paik. Pero aquí no se trata únicamente de una obsolescencia material, sino más bien, y sobre todo, de la decadencia de una visión de mundo – de una cosmotécnica, en términos de Yuk Hui. Los paisajes solitarios de Aja Espil son profundamente humanos, no sólo por la recurrencia de los residuos técnicos, sino, sobre todo, porque sus escenas alegóricas estimulan una lectura ética, suponen la interacción crítica con un observador que habite sus interrogaciones latentes.
En los últimos años, el filósofo Jens Andermann acuñó la noción de postpaisaje para referirse al resurgimiento de las imágenes paisajistas en el arte actual, y sugerir que ya no se puede representar a la naturaleza como una entidad bella o armoniosa, sino que habría que plasmarla como un campo de conflictos. Paradójicamente, Manuel Aja Espil presenta una naturaleza que es, al mismo tiempo, bella y conflictiva, armoniosa e incongruente. En sus paisajes fantásticos poblados por las ruinas inobjetables de nuestra civilización, en medio de brumas seductoras y vegetaciones envolventes, sobrevuelan algunos de los trances más acuciantes de nuestro tiempo.